jueves, 29 de noviembre de 2012

VACACIONES EN EL MAR: EL AUTÉNTICO "TODO INCLUIDO" (II)

 Capítulo I.

Y llegó el ansiado momento.  A.P. había venido unos días antes desde Tenerife para conocer Barcelona.  La hice recorrer todo lo humanamente posible para una señora de su edad, rodilla protésica y elegante bastón.  Porrrr diosssssss, ¡¡¡nunca imaginé que se pudiera invertir tanto tiempo en ir de la Plaza de Cataluña a Colón!!!  Por su parte, A.M., residente en Madrid, aprovechó para estar con su hijo en Mataró.  Cuando nos encontramos en El Prat, ellas se sentaron a charlar muy animadas y emocionadas, como dos adolescentes en viaje de fin de curso, y a la menda le tocó hacer cola para facturar.  Puse mi pequeño bolso de viaje y sus quinientas maletas en un carrito y guardé mi turno.  Como ese mostrador era exclusivo para los pasajeros del crucero, me dediqué a estudiar al personal y el golpe de realidad fue duro cual rabo de negro encocado (si la frula es buena, claro).  No había fallado en mis predicciones: empalagosos recién casados, familias numerosas, matrimonios de avanzada edad con sus apáticos hijos único adolescentes, grupos de jubilados…  “Bueeeeeeeno, me tomaré estos ocho días como un retiro alcoholizante porque, compartiendo camarote con las dos viejis, no voy a poder hacerme ni una mísera paja de buenas noches”.
-Siguiente, por favor- me llamó la azafata.
-Hola, buenos días- respondí mientras iba subiendo a la cinta toooooooodos los bultos.  -¿Sólo los “deneises” o necesita también los pasaportes?-.  La monga no entendió el chiste y no dijo nada.  Lo interpreté como sólo “deneises”.  -Quería saber si es posible pedir dos sillas de ruedas para mis abuelas.
-No hay problema, ahora mismo te las pido.

A los pocos minutos aparecieron dos chicos uniformados (pantalón canelo y camisa y chaleco amarillos) portando sus respectivas sillas.
-Yo puedo llevar a una, así que no hace falta que se queden los dos-, comenté.  Las viejis no tenían muy claro lo de la silla, sobre todo A.M.; imagino que a nadie le gusta aceptar que necesita ese tipo de “servicios”.  Pero yo le quité hierro al asunto en un santiamén: coloqué las dos sillas juntas, las ayudé a subirse, les puse los pies en los reposadores, le di la cámara de fotos al empleado que se había quedado y me puse entre ellas para tomar la primera instantánea del viaje, jajajajaja.  Las doñas se cagaban de la risa y posaban elegantes para el improvisado fotógrafo.  El chico era colombiano (lo averigüé por su acento, claro está) y muy agradable.  A mí me encanta bromear con los trabajadores en cualquier sitio al que voy porque sé lo gilipollas que puede llegar a ser la gente cuando tratas con el público.  Incluso le propuse echar una carrera empujando los “paquetes”, pero A.P. creyó que iba en serio y, asustada, me echó la bronca, jijijij.  Recorrimos el aeropuerto por lugares no permitidos para la mayoría de pasajeros, nos saltamos todas las colas para pasar la seguridad y nos beneficiamos de un largo etcétera de privilegios.
Una vez en el avión encajé a mis dos bolitas en sus asientos, me aseguré de que llevaran a mano todo lo que necesitaban y de que hubiesen hecho pis, les abroché los cinturones y, antes de que hubiéramos despegado, ambas abrieron sus bolsos e hicieron gala de sus tópicas virtudes como abuelas: A.M. empezó a darme pequeños bocadillos de salchichón y chorizo y A.P. me atosigaba con una inmensa bolsa de frutos secos.  “¿Por qué coño me habré sentado en el centro?”, pensé comiendo bocadillo con pistachos, “brrrrrr”.  Lo siguiente: tres horas y pico de avión, un buen rato en el aeropuerto de Atenas y otros sesenta minutos de guagua donde una amable chica nos explicaba los pasos a seguir para registrarnos en el barco y enumeraba las maravillosas -y carísimas, eso no lo dijo- excursiones que podíamos contratar a bordo para “aprovechar” las paradas en los distintos puertos.  Por lo visto, nada más llegar te hacían una tarjeta de identificación con una banda magnética que, al pasarla por un lector, mostraba tu foto y datos en un monitor.  Ese proceso era obligatorio cada vez que subieras y bajaras, por seguridad y control.  Chiquito mal rollo, con lo paranoica que soy yo…

Finalmente, después de tantísimas vueltas, llegamos al camarote.  Al contratar el viaje había optado por uno de los más baratos; esto es, sin ventana (y una mieeeeeerda voy a pagar doscientos euros más por cabeza por un ojo de buey al que no le voy a hacer ni puto caso porque no pienso pisar ese lugar sino para dormir).  Pero como el barco no se había llenado, nos dieron uno de categoría superior; o sea, con ojo de buey, jajaja.  La estancia era pequeña y bonita.  Enmoquetada, disponía de dos comodísimas camas individuales y una litera con una escalerita de quita y pon.  Cotilleamos, impresionables, por aquí y por allá.  Todos los muebles estaban sujetos, las puertas y los cajones tenían imanes para que permanecieran abiertas o cerrados respectivamente, había una pequeña tele, un amplio armario, caja fuerte…  Coloqué las maletas de las viejis en lugares que fueran fácilmente accesibles para ellas y mi triste bolso en un rincón cualquiera (negro y cutre, lo había rescatado de la calle un par de años atrás y dado una nueva oportunidad en la vida: ya había estado en un festival jebi en Zaragoza, en Mallorca y en Argentina, ¡toma ya!).  Sobre la cama más cercana a la puerta encontramos un programa con las actividades a bordo para el día siguiente, la excurisión al Partenón, la hora de salida del barco y todo tipo de información de interés.  Las doñas se pusieron elegantes para cenar y yo me dejé la misma ropa: shorcito brasileño “levantacola”, camisa de asillas y cholas.  Tampoco es que hubiera traído mucho más…

Cuando dimos con el restaurante que nos habían asignado para las cenas (había tres en total, el resto de comidas podías hacerlas tantas veces como quisieras y en donde te apeteciese) varios grupos de pasajeros se aglomeraban en la entrada para saber qué mesa les correspondía.  El metre era un señor chileno muy educado y amable.
-Buenas noches, señorita- saludó a mis tetas. -Número de camarote, por favor.
-Buenas noches, caballero- saludé sacando pecho.  -El número es el quinientos setenta y tres.  Verá, estoy de viaje con mis dos abuelas…
-Buenas noches, señoras- interrumpió elegantemente dirigiéndose a ellas.
-… y nos han colocado en el turno de ocho a diez.  Yo había solicitado el turno de diez a doce porque como ellas son mayores y no pueden ir a la carrera, es más cómodo.  Quería saber si habría posibilidad de cambiarnos- le supliqué desplegando todos mis encantos.
-Pero cómo no, señorita.  Faltaría más.  ¿Cuál es su nombre?
-Thais.
-Bien, Thais.  Le prometo que mañana mismo tiene hecho el cambio.  Ahora, si son tan amables de acompañar a este joven, él les indicará dónde sentarse.  Que aprovechen.
-Muchas gracias, F.- respondí tras leer el nombre que indicaba su plaquita identificativa.

Seguimos al camarero, subimos unos cuantos escalones y, de repente, fue como entrar en el cielo: aparecimos en un enorme salón con dos niveles, mesas decoradas con gusto, cubertería, cristalería, floreros, música ambiental, el delicioso olor de los manjares…  Imagino que eso sería en lo que estarían fijándose mis abuelas, yo sólo veía DECENAS DE CAMAREROS JÓVENES, BUENORROS, AMABLES Y LATINOAMERICANOS TODOS PARA MÍ.  “¡¡¡¿¿¿PERO ESTO QUÉ ESSSSSS???!!!”, pensé, “¿me habré muerto y estoy en el cielo de las pervertidas?  Ya entiendo lo que sintió la ardillita de Ice Age cuando muere y encuentra la bellota gigante de oro”.  Mi cara se iluminó, los colmillos se me afilaron, mi corazón se aceleró, mi chocho se puso a aplaudir y acabé por provocar una explosión de feromonas al más puro estilo de Bola de Dragón.  Por suerte, mis abuelas eran inmunes a este tipo de ataque.  No así los camareros, que muy amablemente se acercaban para recibirnos, saludarnos, servirnos y -al menos yo lo imploraba con todas mis fuerzas- también satisfacer nuestras necesidades sexuales.  Bueno, las mías.  No creo que mis abus estuvieran interesadas en esos menesteres.
-Buenas noches, señoras.  Mi nombre es N. y seré su camarero de las cenas.  Aquí tienen las cartas.  ¿Qué desean tomar?
-Hola N.- respondió el putón que llevo dentro, -¿podría ser vino tinto?
-Claro que sí- me sonrió.  -¿Y para las señoras…?

Disfrutamos de la cena, las abus se hincharon y yo me jalé cuatro copichuelas de tintorro, como quien no quiere la cosa.  Al salir me despedí del metre y, aunque él estaba ocupado arreglando cosas en su ordenador, al escucharme se nos acercó, se interesó por saber qué nos había parecido la cena, nos deseó las buenas noches y estoy segurísima de que me miró el culo hasta que desaparecí de su campo de visión.  Subimos al piano bar, nos acomodamos en tres sillones y les pasé la carta de bebidas.  Las viejis estaban gozando de lo lindo.  A.M. pidió una copa de Baileys y A.P. se puso a cotillear los cócteles sin alcohol.
-Yo quiero un Jurazi Park, er verde-.  Jajajajajaja, es la mejor.
Como la camarera parecía muy liada y yo deseaba conocer a los chicos que trabajaban ahí, me fui a la barra directamente.  Mmmmmmm, ¡por la virgen!, ¿pero qué era esto?  Yo que había dado por perdida mi estimulación genital durante las vacaciones y ahora me encontraba rodeada de bombones para meterme en la boca y paladear intensamente hasta sacarles el relleno de leche.  Me fijé en la identificación del camarero que estaba atendiendo para dirigirme a él por su nombre.  En realidad, eso de las identificaciones me pareció algo de lo más racista, xenófobo o como quieran decirlo.  Cada uno de los empleados cara al público del barco llevaba en su uniforme una plaquita con su nombre y primer apellido, nacionalidad y bandera.  ¿Qué coño le importa al cliente la nacionalidad del trabajador?  El que tenga prejuicios los va a ver potenciados y, al que no los tenga pero sí la tendencia a crearlos, se le estará dando la oportunidad de inventarse nuevos tópicos nacionales basándose en la actuación de una sola persona.  AS-QUE-RO-SO.  En cualquier caso, para mí, como antropóloga sexual, esto era una ventaja y un incentivo: tendría más datos a la hora de elaborar mis estadísticas y podría dirigirme a individuos concretos en el caso de estar buscando, por ejemplo, que me hicieran una buena chupada (colombianos), que tuvieran un magnífico juego de caderas (brasileños) o, si llegara a sentirme muy exquisita -y no me hubiera visto afectada por las gastroenteritis que me atacan cada vez que viajo a otro país y como de los puestos de la calle-, que me metieran toda la lengua bien adennnntro del culo (argentinos y uruguayos).  Para colmo, como si no estuviera ya lo suficientemente exaltada, dirigí la mirada hacia la vitrina de los licores y allí estaba, bajo una bombillita como una aparción evangélica, enterita y precintada, esperándome fiel, una reluciente y prometedora botella de Fernet Branca.  Esto no podía estar yendo mejor…
-Buenas noches, L.  ¿Me puedes dar un Baileys, un Jurassic Park y un fernet con cocacola, por favor?
-Treinta y dos euros- me disparó al entregarme las copas, tanto que ni pude deleitarme con su acento salvadoreño.
-¿Cómo?  Yo tengo todo incluido.
-Ah, bueno, entonces me tiene que enseñar la tarjeta.
-Ah, ¡qué susto!  ¡Gracias!-.  Se la mostré y me despedí.

Nos tomamos las copichuelas, felices pero reventadas.  No podíamos más y decidimos acostarnos.  Sin embargo, yo no estaba tan convencida de irme a la cama a la una.  Aunque no podía con mi alma, el alcohol, los estímulos visuales y mis ganas de fiesta fueron suficientes motivos como para dejar a las niñas en la cama en la cama y aventurarme a dar una vuelta por ahí.  Y así lo hice: las acompañé al camarote, las ayudé a ponerse los camisones (jijiji, qué graciosas) y volví a salir.  Al regresar al bar ya habían cerrado, así que me fui a pasear por las cubiertas.  Estaba bastante contentilla y flipé al darme cuenta de que no había nadie más.  Caminé de un lado para otro y llegué a la popa, donde se encontraba la piscina.  Allí me quedé un rato con la cabeza dando vueltas, sintiendo la brisa del mar y disfrutando de una Atenas iluminada (el puerto y poco más, no crean que tenía una vista de puta madre, y menos teniendo en cuenta mi nivel de alcohol en sangre y mi jodida miopía).
-Buenas noches- una voz alteró desde atrás mi momento de plenitud.  Me giré y vi a un chico (que luego resultó no ser tan joven) que se me acercaba.  Iba doblando una tela grande y llevaba una camisa con un estampado de floripondios tan hortera que imaginé que sería camarero.  Al estar ya a mi lado, lo confirmé con su plaquita, aunque preferí mirarle el pecho infladísimo que se veía a través de los botones abiertos.  -¿Está sola?
-Sí.  Aquí, mirando el mar un rato.
-¿Y vino sola al viaje?
-No, con mis abuelas; pero ya las metí en la cama.
-¿Con sus dos abuelas?- se sorprendió y rió.  -¿Y qué va a hacer ahora?  Bueno, mi nombre es P. y soy camarero del bar de la otra cubierta.  ¿Y usted?
-Thais- respondí, sujetándome un poco nerviosa a la barandilla.  -Eres colombiano, ¿verdad?
-Sí- respondió señalándose la chapa.
-Bueno, lo supuse por tu acento.  He tenido muchos amantes colombianos…-.  ¡Hala!  Así, sin más, que ya nos conocemos lo suficiente…  Ahí estaba saliendo ese monstruo insaciable que vive dentro de mí.  Charlamos unos minutos más, tirándonos los tejos mutua pero moderadamente y, de repente, nos interrumpieron.
-¡P!- gritó otra voz, ahora femenina, desde lejos.
-¡Aquí!
Se acercó una chica de mi altura, complexión ancha, ojos claros y pelo entre rubio con reflejos rojos, o eso me pareció.  Llevaba otro uniforme diferente, con pantalón negro, blusa blanca y chaleco negro también.  Me miró de la cabeza a los pies, sonriendo.
-Hola, soy M.- me saludó con suave acento brasileño y luego se dirigió al pecho fuerte.  -P., están preguntando por ti.
-Nos tenemos que ir porque nosotros no podemos estar aquí.  Dentro de un rato vamos a salir de fiesta, ¿quiere venir?- me invitó P.
-¿Bajar del barco?  ¿Se puede?
-Claro que sí, mientras el barco está en puerto los pasajeros pueden salir.
Me vi tentada pero me saltó la alarma.  No es que no me fiara de ellos; aunque no los conociera, los de seguridad nos verían salir juntos, así que eso no me preocupaba.  Pero no les había dicho nada a las viejis y no quería asustarlas.  Además, no conocía la ciudad y tampoco podía gastar más dinero.  Así que les dije que mejor en otra ocasión, pues debía madrugar al día siguiente.  Nos despedimos, respiré profundamente a sabiendas de haber perdido la oportunidad sexual del día, di otro paseíto y me fui directa al camarote.  Al abrir la puerta me recibieron con un dueto de viento desincronizado que asustaba.  ¡¡Qué manera de roncar, las cabronas!! Eché un chorrito, me quedé en tanga, me subí a la litera y me dormí en seguida.

Continuará…