Capítulo I.
Y llegó el ansiado momento. A.P. había venido unos días antes desde Tenerife para conocer Barcelona. La hice recorrer todo lo humanamente posible para una señora de su edad, rodilla protésica y elegante bastón. Porrrr diosssssss, ¡¡¡nunca imaginé que se pudiera invertir tanto tiempo en ir de la Plaza de Cataluña a Colón!!! Por su parte, A.M., residente en Madrid, aprovechó para estar con su hijo en Mataró. Cuando nos encontramos en El Prat, ellas se sentaron a charlar muy animadas y emocionadas, como dos adolescentes en viaje de fin de curso, y a la menda le tocó hacer cola para facturar. Puse mi pequeño bolso de viaje y sus quinientas maletas en un carrito y guardé mi turno. Como ese mostrador era exclusivo para los pasajeros del crucero, me dediqué a estudiar al personal y el golpe de realidad fue duro cual rabo de negro encocado (si la frula es buena, claro). No había fallado en mis predicciones: empalagosos recién casados, familias numerosas, matrimonios de avanzada edad con sus apáticos hijos único adolescentes, grupos de jubilados… “Bueeeeeeeno, me tomaré estos ocho días como un retiro alcoholizante porque, compartiendo camarote con las dos viejis, no voy a poder hacerme ni una mísera paja de buenas noches”.
Y llegó el ansiado momento. A.P. había venido unos días antes desde Tenerife para conocer Barcelona. La hice recorrer todo lo humanamente posible para una señora de su edad, rodilla protésica y elegante bastón. Porrrr diosssssss, ¡¡¡nunca imaginé que se pudiera invertir tanto tiempo en ir de la Plaza de Cataluña a Colón!!! Por su parte, A.M., residente en Madrid, aprovechó para estar con su hijo en Mataró. Cuando nos encontramos en El Prat, ellas se sentaron a charlar muy animadas y emocionadas, como dos adolescentes en viaje de fin de curso, y a la menda le tocó hacer cola para facturar. Puse mi pequeño bolso de viaje y sus quinientas maletas en un carrito y guardé mi turno. Como ese mostrador era exclusivo para los pasajeros del crucero, me dediqué a estudiar al personal y el golpe de realidad fue duro cual rabo de negro encocado (si la frula es buena, claro). No había fallado en mis predicciones: empalagosos recién casados, familias numerosas, matrimonios de avanzada edad con sus apáticos hijos único adolescentes, grupos de jubilados… “Bueeeeeeeno, me tomaré estos ocho días como un retiro alcoholizante porque, compartiendo camarote con las dos viejis, no voy a poder hacerme ni una mísera paja de buenas noches”.
-Siguiente, por favor- me llamó la azafata.
-Hola, buenos días- respondí mientras iba
subiendo a la cinta toooooooodos los bultos. -¿Sólo los “deneises” o
necesita también los pasaportes?-. La monga no entendió el chiste y no
dijo nada. Lo interpreté como sólo “deneises”. -Quería saber si es
posible pedir dos sillas de ruedas para mis abuelas.
-No hay problema, ahora mismo te las pido.
A los pocos minutos aparecieron dos
chicos uniformados (pantalón canelo y camisa y chaleco amarillos)
portando sus respectivas sillas.
-Yo puedo llevar a una, así que no hace falta que se queden los dos-, comenté. Las viejis
no tenían muy claro lo de la silla, sobre todo A.M.; imagino que a
nadie le gusta aceptar que necesita ese tipo de “servicios”. Pero yo le
quité hierro al asunto en un santiamén: coloqué las dos sillas juntas,
las ayudé a subirse, les puse los pies en los reposadores, le di la
cámara de fotos al empleado que se había quedado y me puse entre ellas
para tomar la primera instantánea del viaje, jajajajaja. Las doñas se
cagaban de la risa y posaban elegantes para el improvisado fotógrafo.
El chico era colombiano (lo averigüé por su acento, claro está) y muy
agradable. A mí me encanta bromear con los trabajadores en cualquier
sitio al que voy porque sé lo gilipollas que puede llegar a ser la gente
cuando tratas con el público. Incluso le propuse echar una carrera
empujando los “paquetes”, pero A.P. creyó que iba en serio y, asustada,
me echó la bronca, jijijij. Recorrimos el aeropuerto por lugares no
permitidos para la mayoría de pasajeros, nos saltamos todas las colas
para pasar la seguridad y nos beneficiamos de un largo etcétera de
privilegios.
Una vez en el avión encajé a mis dos
bolitas en sus asientos, me aseguré de que llevaran a mano todo lo que
necesitaban y de que hubiesen hecho pis, les abroché los cinturones y,
antes de que hubiéramos despegado, ambas abrieron sus bolsos e hicieron
gala de sus tópicas virtudes como abuelas: A.M. empezó a darme pequeños
bocadillos de salchichón y chorizo y A.P. me atosigaba con una inmensa
bolsa de frutos secos. “¿Por qué coño me habré sentado en el centro?”,
pensé comiendo bocadillo con pistachos, “brrrrrr”. Lo siguiente: tres
horas y pico de avión, un buen rato en el aeropuerto de Atenas y otros
sesenta minutos de guagua donde una amable chica nos explicaba los pasos
a seguir para registrarnos en el barco y enumeraba las maravillosas -y
carísimas, eso no lo dijo- excursiones que podíamos contratar a bordo
para “aprovechar” las paradas en los distintos puertos. Por lo visto,
nada más llegar te hacían una tarjeta de identificación con una banda
magnética que, al pasarla por un lector, mostraba tu foto y datos en un
monitor. Ese proceso era obligatorio cada vez que subieras y bajaras,
por seguridad y control. Chiquito mal rollo, con lo paranoica que soy
yo…
Finalmente, después de tantísimas
vueltas, llegamos al camarote. Al contratar el viaje había optado por
uno de los más baratos; esto es, sin ventana (y una mieeeeeerda voy a
pagar doscientos euros más por cabeza por un ojo de buey al que no le
voy a hacer ni puto caso porque no pienso pisar ese lugar sino para
dormir). Pero como el barco no se había llenado, nos dieron uno de
categoría superior; o sea, con ojo de buey, jajaja. La estancia era
pequeña y bonita. Enmoquetada, disponía de dos comodísimas camas
individuales y una litera con una escalerita de quita y pon.
Cotilleamos, impresionables, por aquí y por allá. Todos los muebles
estaban sujetos, las puertas y los cajones tenían imanes para que
permanecieran abiertas o cerrados respectivamente, había una pequeña
tele, un amplio armario, caja fuerte… Coloqué las maletas de las viejis
en lugares que fueran fácilmente accesibles para ellas y mi triste
bolso en un rincón cualquiera (negro y cutre, lo había rescatado de la
calle un par de años atrás y dado una nueva oportunidad en la vida: ya
había estado en un festival jebi en Zaragoza, en Mallorca y en
Argentina, ¡toma ya!). Sobre la cama más cercana a la puerta
encontramos un programa con las actividades a bordo para el día
siguiente, la excurisión al Partenón, la hora de salida del barco y todo
tipo de información de interés. Las doñas se pusieron elegantes para
cenar y yo me dejé la misma ropa: shorcito brasileño “levantacola”, camisa de asillas y cholas. Tampoco es que hubiera traído mucho más…
Cuando dimos con el restaurante que nos
habían asignado para las cenas (había tres en total, el resto de comidas
podías hacerlas tantas veces como quisieras y en donde te apeteciese)
varios grupos de pasajeros se aglomeraban en la entrada para saber qué
mesa les correspondía. El metre era un señor chileno muy educado y
amable.
-Buenas noches, señorita- saludó a mis tetas. -Número de camarote, por favor.
-Buenas noches, caballero- saludé sacando
pecho. -El número es el quinientos setenta y tres. Verá, estoy de
viaje con mis dos abuelas…
-Buenas noches, señoras- interrumpió elegantemente dirigiéndose a ellas.
-… y nos han colocado en el turno de ocho
a diez. Yo había solicitado el turno de diez a doce porque como ellas
son mayores y no pueden ir a la carrera, es más cómodo. Quería saber si
habría posibilidad de cambiarnos- le supliqué desplegando todos mis
encantos.
-Pero cómo no, señorita. Faltaría más. ¿Cuál es su nombre?
-Thais.
-Bien, Thais. Le prometo que mañana
mismo tiene hecho el cambio. Ahora, si son tan amables de acompañar a
este joven, él les indicará dónde sentarse. Que aprovechen.
-Muchas gracias, F.- respondí tras leer el nombre que indicaba su plaquita identificativa.
Seguimos al camarero, subimos unos
cuantos escalones y, de repente, fue como entrar en el cielo: aparecimos
en un enorme salón con dos niveles, mesas decoradas con gusto,
cubertería, cristalería, floreros, música ambiental, el delicioso olor
de los manjares… Imagino que eso sería en lo que estarían fijándose mis
abuelas, yo sólo veía DECENAS DE CAMAREROS JÓVENES, BUENORROS, AMABLES Y
LATINOAMERICANOS TODOS PARA MÍ. “¡¡¡¿¿¿PERO ESTO QUÉ ESSSSSS???!!!”,
pensé, “¿me habré muerto y estoy en el cielo de las pervertidas? Ya
entiendo lo que sintió la ardillita de Ice Age cuando muere y
encuentra la bellota gigante de oro”. Mi cara se iluminó, los colmillos
se me afilaron, mi corazón se aceleró, mi chocho se puso a aplaudir y
acabé por provocar una explosión de feromonas al más puro estilo de Bola
de Dragón. Por suerte, mis abuelas eran inmunes a este tipo de
ataque. No así los camareros, que muy amablemente se acercaban para
recibirnos, saludarnos, servirnos y -al menos yo lo imploraba con todas
mis fuerzas- también satisfacer nuestras necesidades sexuales. Bueno,
las mías. No creo que mis abus estuvieran interesadas en esos menesteres.
-Buenas noches, señoras. Mi nombre es N. y seré su camarero de las cenas. Aquí tienen las cartas. ¿Qué desean tomar?
-Hola N.- respondió el putón que llevo dentro, -¿podría ser vino tinto?
-Claro que sí- me sonrió. -¿Y para las señoras…?
Disfrutamos de la cena, las abus se
hincharon y yo me jalé cuatro copichuelas de tintorro, como quien no
quiere la cosa. Al salir me despedí del metre y, aunque él estaba
ocupado arreglando cosas en su ordenador, al escucharme se nos acercó,
se interesó por saber qué nos había parecido la cena, nos deseó las
buenas noches y estoy segurísima de que me miró el culo hasta que
desaparecí de su campo de visión. Subimos al piano bar, nos acomodamos
en tres sillones y les pasé la carta de bebidas. Las viejis estaban gozando de lo lindo. A.M. pidió una copa de Baileys y A.P. se puso a cotillear los cócteles sin alcohol.
-Yo quiero un Jurazi Park, er verde-. Jajajajajaja, es la mejor.
Como la camarera parecía muy liada y yo
deseaba conocer a los chicos que trabajaban ahí, me fui a la barra
directamente. Mmmmmmm, ¡por la virgen!, ¿pero qué era esto? Yo que
había dado por perdida mi estimulación genital durante las vacaciones y
ahora me encontraba rodeada de bombones para meterme en la boca y
paladear intensamente hasta sacarles el relleno de leche. Me fijé en la
identificación del camarero que estaba atendiendo para dirigirme a él
por su nombre. En realidad, eso de las identificaciones me pareció algo
de lo más racista, xenófobo o como quieran decirlo. Cada uno de los
empleados cara al público del barco llevaba en su uniforme una plaquita
con su nombre y primer apellido, nacionalidad y bandera. ¿Qué coño le
importa al cliente la nacionalidad del trabajador? El que tenga
prejuicios los va a ver potenciados y, al que no los tenga pero sí la
tendencia a crearlos, se le estará dando la oportunidad de inventarse
nuevos tópicos nacionales basándose en la actuación de una sola
persona. AS-QUE-RO-SO. En cualquier caso, para mí, como antropóloga
sexual, esto era una ventaja y un incentivo: tendría más datos a la hora
de elaborar mis estadísticas y podría dirigirme a individuos concretos
en el caso de estar buscando, por ejemplo, que me hicieran una buena
chupada (colombianos), que tuvieran un magnífico juego de caderas
(brasileños) o, si llegara a sentirme muy exquisita -y no me hubiera
visto afectada por las gastroenteritis que me atacan cada vez que viajo a
otro país y como de los puestos de la calle-, que me metieran toda la
lengua bien adennnntro del culo (argentinos y uruguayos). Para colmo,
como si no estuviera ya lo suficientemente exaltada, dirigí la mirada
hacia la vitrina de los licores y allí estaba, bajo una bombillita como
una aparción evangélica, enterita y precintada, esperándome fiel, una
reluciente y prometedora botella de Fernet Branca. Esto no podía estar
yendo mejor…
-Buenas noches, L. ¿Me puedes dar un Baileys, un Jurassic Park y un fernet con cocacola, por favor?
-Treinta y dos euros- me disparó al entregarme las copas, tanto que ni pude deleitarme con su acento salvadoreño.
-¿Cómo? Yo tengo todo incluido.
-Ah, bueno, entonces me tiene que enseñar la tarjeta.
-Ah, ¡qué susto! ¡Gracias!-. Se la mostré y me despedí.
Nos tomamos las copichuelas, felices pero
reventadas. No podíamos más y decidimos acostarnos. Sin embargo, yo
no estaba tan convencida de irme a la cama a la una. Aunque no podía
con mi alma, el alcohol, los estímulos visuales y mis ganas de fiesta
fueron suficientes motivos como para dejar a las niñas en la cama en la
cama y aventurarme a dar una vuelta por ahí. Y así lo hice: las
acompañé al camarote, las ayudé a ponerse los camisones (jijiji, qué
graciosas) y volví a salir. Al regresar al bar ya habían cerrado, así
que me fui a pasear por las cubiertas. Estaba bastante contentilla y
flipé al darme cuenta de que no había nadie más. Caminé de un lado para
otro y llegué a la popa, donde se encontraba la piscina. Allí me quedé
un rato con la cabeza dando vueltas, sintiendo la brisa del mar y
disfrutando de una Atenas iluminada (el puerto y poco más, no crean que
tenía una vista de puta madre, y menos teniendo en cuenta mi nivel de
alcohol en sangre y mi jodida miopía).
-Buenas noches- una voz alteró desde
atrás mi momento de plenitud. Me giré y vi a un chico (que luego
resultó no ser tan joven) que se me acercaba. Iba doblando una tela
grande y llevaba una camisa con un estampado de floripondios tan hortera
que imaginé que sería camarero. Al estar ya a mi lado, lo confirmé con
su plaquita, aunque preferí mirarle el pecho infladísimo que se veía a
través de los botones abiertos. -¿Está sola?
-Sí. Aquí, mirando el mar un rato.
-¿Y vino sola al viaje?
-No, con mis abuelas; pero ya las metí en la cama.
-¿Con sus dos abuelas?- se sorprendió y
rió. -¿Y qué va a hacer ahora? Bueno, mi nombre es P. y soy camarero
del bar de la otra cubierta. ¿Y usted?
-Thais- respondí, sujetándome un poco nerviosa a la barandilla. -Eres colombiano, ¿verdad?
-Sí- respondió señalándose la chapa.
-Bueno, lo supuse por tu acento. He
tenido muchos amantes colombianos…-. ¡Hala! Así, sin más, que ya nos
conocemos lo suficiente… Ahí estaba saliendo ese monstruo insaciable
que vive dentro de mí. Charlamos unos minutos más, tirándonos los tejos
mutua pero moderadamente y, de repente, nos interrumpieron.
-¡P!- gritó otra voz, ahora femenina, desde lejos.
-¡Aquí!
Se acercó una chica de mi altura,
complexión ancha, ojos claros y pelo entre rubio con reflejos rojos, o
eso me pareció. Llevaba otro uniforme diferente, con pantalón negro,
blusa blanca y chaleco negro también. Me miró de la cabeza a los pies,
sonriendo.
-Hola, soy M.- me saludó con suave acento brasileño y luego se dirigió al pecho fuerte. -P., están preguntando por ti.
-Nos tenemos que ir porque nosotros no
podemos estar aquí. Dentro de un rato vamos a salir de fiesta, ¿quiere
venir?- me invitó P.
-¿Bajar del barco? ¿Se puede?
-Claro que sí, mientras el barco está en puerto los pasajeros pueden salir.
Me vi tentada pero me saltó la alarma.
No es que no me fiara de ellos; aunque no los conociera, los de
seguridad nos verían salir juntos, así que eso no me preocupaba. Pero
no les había dicho nada a las viejis y no quería asustarlas.
Además, no conocía la ciudad y tampoco podía gastar más dinero. Así que
les dije que mejor en otra ocasión, pues debía madrugar al día
siguiente. Nos despedimos, respiré profundamente a sabiendas de haber
perdido la oportunidad sexual del día, di otro paseíto y me fui directa
al camarote. Al abrir la puerta me recibieron con un dueto de viento
desincronizado que asustaba. ¡¡Qué manera de roncar, las cabronas!!
Eché un chorrito, me quedé en tanga, me subí a la litera y me dormí en
seguida.
Continuará…