sábado, 15 de diciembre de 2012

VACACIONES EN EL MAR: EL AUTÉNTICO "TODO INCLUIDO" (III)

Capítulo I.
Capítulo II.


-Buenos días, señores pasajeros.  Les habla el capitán.  Son las siete treinta, hora local.  La temperatura es…
Abrí el ojo izquierdo, la única parte de mi cara que no estaba empotrada en la almohada.  No entendía nada.  Estaba en lo alto de algún sitio y, por lo visto, había hecho a saber qué con un fulano de voz distorsionada que me decía cosas raras.  Me apoyé sobre los antebrazos, miré hacia abajo y encontré a las abuelas desperezándose, cada una en su cama.  Por un segundo me asusté pensando que había cometido la locura de llevarme a alguien al camarote la noche anterior.  Cuán traicioneros pueden llegar a ser esos primeros instantes, al despertar, hasta que te sitúas en el espacio y el tiempo...  A.P. me miraba y sonreía con su carita arrugada.

-Hola, prezioza- saludó con la gravedad en la voz de quien habla por primera vez en el día. 
-Buenos días- intervino A.M., incorporándose.  -¿Qué tal habéis dormido?
-¡Ojú!  Qué güena la cama, shiquilla.  Yo me dormí enzeguida.  ¿Ronqué?
-Noooo- respondí irónicamente mientras me sacaba el hilo del tanga del culo aunque, teniendo en cuenta lo clavado que estaba, lo mismo me daba tirar de él a través de la garganta. -No roncaste.  Roncaron las dos.  Las felicito, un magnífico concierto.
-Jijiji- rió A.M.  –Es que a nuestros años sólo hacemos ruidos– se excusó.  Todas las personas de edad avanzada que conozco suelen quejarse de los achaques provocados por el paso del tiempo, cosa harto lógica.  Sin embargo, N., más que lamentarse, parece que se avergüenza, no tanto por la impresión que pueda causar a los demás (eso se la suda, lo sé de buena tinta), sino por lo que puede llegar a herir el orgullo y la dignidad el no ser capaz de controlar su cuerpo como antes.  Podría decirse que es verdaderamente una joven atrapada en un físico de anciana.

Bajé de la litera, me volví a poner la ropa que había usado durante todo el día anterior –passssssssando de cambiarme- y les propuse ir a desayunar en primer lugar y luego regresar al camarote para asearnos un poco, coger algunas cosas y salir a visitar Atenas.  Nosotras no habíamos contratado ninguna excursión, preferíamos ir a nuestro ritmo (bueno, al de ellas, jijiji).  Desgraciadamente, la primera bajada del barco fue un auténtico fiasco.  Resultó que los alrededores del puerto ateniense poco tenían que ver con lo que uno puede llegar a imaginar si se ciñe a la imagen de Grecia que nos ofrecen  los turoperadores y los documentales de viajes.  Para comenzar, tuvimos que dar una importante caminata por el caldeado asfalto del muelle hasta salir del puerto (medio kilómetro no es nada para mí, pero deben ponerse en el pellejo de dos señoras de ochenta años, con sobrepeso y problemas en piernas y pies).  Topamos entonces con una carretera de dos carriles para cada sentido, dividida por una pequeña avenida, que nos separaba de los comercios.  Miré a ambos lados buscando un paso de peatones pero, como era una curva enorme, no lograba ver demasiado lejos.  Comenzamos a caminar hacia la izquierda y, cinco minutos después, todavía no habíamos encontrado ninguno. 

-¡¡¡¿¿¿PERO QUÉ MIERDA ES ESTA???!!!  ¡¡Joderrrrrr!!, -grité desesperada.

-Jijiji.  Hija, no te preocupes.  Crucemos por cualquier sitio- me tranquilizó A.M.  Para ella era muy fácil decirlo pero yo ya estaba viendo sangre y vísceras.  Coño, que atravesarla teniendo en cuenta la velocidad a la que circulaban los coches era muy peligroso.  De repente, se me vinieron a la cabeza aquellos horribles problemas de matemáticas sobre móviles que te enseñaban en el cole: “Si el vehículo A va a 80km/h y B (Thais y sus abuelas) cruza los diez metros del ancho de la calzada a -10km/h, responde: a) ¿A qué distancia llegarán los miembros amputados de B? y b) ¿Cómo quedará A después de impactar con los 205kg de B (a mí sólo me corresponden cincuenta y cinco, ¿eh?)?”.  En lugar de resolver los cálculos, me dije a mí misma que no era momento para ponerme a flipar.

-Bueno, volvamos un poco para atrás, que había un trozo recto, y ahí pasamos-.  Me situé en medio de los dos carriles haciendo señas con mi mano izquierda por si venía algún coche.  Las hice cruzar ayudándolas con la derecha, subimos a la pequeña avenida, me coloqué de nuevo en medio de los otros dos carriles y pasamos lo que restaba.  Una vez al otro lado, respiré tranquila. 

Paseamos durante un ratito, yendo y viniendo, disfrutando más del hecho de estar pisando suelo extranjero que del entorno: edificios de viviendas y oficinas con sucursales bancarias y algún que otro negocio en los bajos, algún quiosco de prensa,  mas nada de interés turístico.  Pensándolo ahora, los colores, las construcciones y las caras que vi encajan mucho más con  las noticias relacionadas con la gravísima crisis económica y social que está atravesando el país que con los reportajes de Callejeros, donde gente joven y guapa (cómo me repatea esa expresión y el conjunto de lo que representa) de toda Europa disfrutan del sol y la fiesta, despreocupada, como si el futuro no dependiera de ellos.  Al percatarme del cansancio de las viejis, busqué rápidamente un bar donde sentarnos a refrescarnos y tomar algo.  Lo único que pude ofrecerles fue un antro con wifi en el que muchos trabajadores extranjeros de los barcos descansaban, chateaban, veían alguna película en sus portátiles o hablaban con sus familiares por skype.  Olía a sobaco y a pies (muchos se habían descalzado) y en el ambiente se respiraba –además de mucha peste- cansancio y penuria.  Se me pasó por la cabeza que se debían montar buenas fiestas por la noche. 

De vuelta en el barco nos pusimos un atuendo más cómodo (yo simplemente cambié los tenis por unas cholas) y fuimos a investigar por las cubiertas.  Más de la mitad de los turistas seguían fuera, así que daba gusto pasear (sí, soy abierta por un lado pero antisocial por el otro y prefiero que no haya mucha gente cuando voy a cualquier sitio).  Yo me recreaba con los empleados de los primeros turnos: un mulato por allí, un indio centroamericano por allá, un mestizo por el otro lado…  Brrr, necesitaba otra birra -la primera había sido en el bar pestilente-.  Al llegar a la cubierta más alta (bueno, sin contar otro trocito más arriba en el que un par de noches más tarde haría guarreridas) nos sorprendimos con la decoración festiva y un pequeño escenario.

-¡Es verdad!  A la una empieza la fiesta del inicio del crucero- recordé.  Busqué un lugar con sombra y coloqué dos hamacas.  Mis abuelas se despatarraron, quedaban muy graciosas.  -¿Qué quieren tomar?
-Yo una cervecita, hija-, pidió A.M.  Iba a por la segunda, igual que yo.  Mi pasión por la cerveza viene indiscutiblemente de mi familia materna.  Absolutamente todos (mi madre, mis tíos, mis abuelos, los primos y tíos de mi madre…) son cerveceros.  Seguro que tenemos alguna alteración genética relacionada con la cebada, el lúpulo y esas cosas tan ricas.
-Yo no .  Argo de limón pero zin gá'.

Fui al chiringuito que estaba justo al final de la cubierta.  Me asomé y contemplé abajo la piscina, la ducha, los jacuzzis… 
-Buenas tardes, Thais.  ¿Qué le pongo?-.  Reconocí la voz de la noche anterior, de nuevo desde atrás.  El mismo colombiano de pelo negrísimo, pecho hinchado y camisa estampada, otra diferente pero igual de hortera. 
-Hola- sonreí.  -Buenas tardes.
-¿Cómo pasó la noche?
-Bien, bien.  ¿Qué tal la fiesta?
-Bien, qué pena que no pudiera venir.  Se ve mejor con la luz- me aduló, pasándome el escáner de la cabeza a los pies.
-Gracias- ronroneé apoyándome en la barra y ofreciéndole todo mi escote.
-Viene mi jefe.  ¿Qué le pongo?

Regresé con la cerveza y el refresco de limón sin gas.  Si el “todo incluido” es, de por sí, algo increíble, se mejora notablemente sirviendo todas las bebidas en cubiertas en vasos de litro.  Y nada de garrafón ni cerveza aguada: buenas marcas y latas.  El resto del pasaje iba apareciendo y ocupaba todas las hamacas, pero a una distancia prudencial del escenario.  Se notaba que era el primer día y la gente estaba un poco “a la expectativa”.  Volví al bar para pedir lo mío.  Ya no estaba P. 

-Hola.  ¿Qué le sirvo?- me preguntó una chica muy pequeñita de Honduras.  Dudé por un instante.  Apenas era la una de la tarde y lo aceptable sería una birrita.  ¡Qué coño!  Ya no saldríamos del barco hasta el día siguiente y, además, yo no iba a conducirlo.

-Un fernet con coca, por favor-.  Seguí el ritual hipnotizada: hielo crepitando en el generoso recipiente, una botella virgen siendo desprecintada para mí, el líquido elemento chorreando provocador entre los cubitos y una lata cerrada para que yo hiciera el resto.  La abrí psss y empecé a verter el contenido en el vaso con mimo, con cariño, con cuidado de no exceder la cantidad exacta y necesaria para lograr el combinado perfecto.  Me sentía como una alquimista consiguiendo, al fin, el elixir de la eterna juventud.  El contacto del refresco con mi adorado brebaje era reactivo, casi sexual, dando como resultado esa inconfundible espuma oscura y espesa, esa capa densa y esponjosa que corona el mejor trago del mundo: EL FERNET CON COCA.  ¿Parezco una enferma?  Eso es porque no lo han probado…  Recogí un poco de la espumita rica con el dedo índice, me lo metí en la boca, me deleité con su excepcional sabor.  Elevé el sagrado cáliz en un gesto casi ceremonial, tomé un largo sorbo, frío, amarguísimo, intenso, negro…  Mmmm, negro…  ¡¡¡FOLLOW THE LEADER, LEADER, LEADER!!!  ¡¡¡FOLLOW THE LEADER!!!  “¿PERO QUÉ MIERDA ES ESTA?”, pensé, sobresaltada.  (Sí, repito mucho esta expresión diariamente.  No es que carezca de recursos literarios.) ¡¡¿¿QUIÉN OSA INTERRUMPIR MI TRANSMUTACIÓN DE ESTA VIL MANERA??!!  Retorné al mundo real, a las vacaciones con las abuelas, al crucero lleno de jubilados (con todo el cariño) y familias tradicionales.  Me giré y no sé si fue más impactante ver los sombreros que lucían los animadores que habían irrumpido en el escenario o a A.P. acercándose tan rápido como podía -sin su bastón- a la pista de baile y poniéndose en primera fila.  Jajajajaja, es la mejor.  Podría imaginar muchas cosas de mi abuela, esa que se había criado en un pequeño pueblo andaluz, esa que había guardado luto por mi abuelo casi diez años, esa que seguía yendo a misa los domingos, esa que camina apoyando sus setenta y tantos kilos (concentrados en menos de metro y medio) en un elegante cayado.  Podía imaginar muchas cosas, insisto, pero no que la vería danzando de forma obscena el “¿A dónde es que les gusta a las mujeres?  Ahí, ahí.  ¿Y cómo es que les hacen los hombres?  Así, así”.  Hice un vídeo. 

Almorzamos, descansamos un rato después de comer y pasamos la tarde en la piscina.  Nos duchamos (por fin, al menos por mi parte) y nos preparamos para la cena.  Metí la mano en el bolso con la idea de ponerme lo primero que sacara, esta técnica te permite ahorrar muchísimo tiempo.  El afortunado fue el  vestido azul: elástico, sin costuras, sencillo, comodísimo y que me había costado cinco euros.  Ideal para llevarlo sin nada debajo, total…  En Barcelona me abstenía de hacerlo pero ahí, ¿qué iba a pasar?  Sólo serían unos días, nadie sabía donde vivo (esa es mi preocupación; que me señalen, evidentemente, no).  Riñonera, las cholas y al piano bar a tomar algo que todavía faltaba un ratito para nuestro turno.
Al entrar al restaurante el aire acondicionado, algo más frío que en el resto de estancias, hizo que se me erizaran los pezones.  Ni preparado hubiera salido mejor. 

-Buenas noches- nos recibió (a mis abuelas, a los pitones y a mí) el atentísimo metre.  -¿Cómo están?-.  Esta vez, sólo a las impertinentes cimas de mis tetas.
-Muy bien.  Gracias, F.-, respondí dejándome cortejar.  La amabilidad no está de más.  Al fin y al cabo, yo no pretendía nada de él y poco importaba lo que él pudiera esperar de mí.  No tenía la intención de aceptar amantes de más de treinta (y eso, como algo excepcional), al menos en ese viaje.
-Señoras...  El chico las guiará hasta la que será su mesa lo que queda de viaje.

Aunque no era la misma de la noche anterior, el camarero sí.  N. nos saludó, nos entregó las cartas y nos sirvió las bebidas.  Yo quería tirarle onda, pero como compartíamos lugar con dos familias más (un par de matrimonios, cada uno con un hijo) me abstuve de ponerlo en un compromiso.  Cené poco y decidí centrarme en el vino, tinto, buenísimo que me subió lo que había tomado en la piscina durante la tarde.  No estaba ebria, pero sí bastante “relajada”.  Al terminar, propuse ir a ver un pequeño espectáculo de baile que realizaban en un bar de otra planta.  Cuando me acerqué a la barra para pedir las copas me encontré con M., la chica de la noche anterior.  Me comentó que al lado, pasado el casino, había una pequeña discoteca que permanecía abierta hasta las tres y media.  ¡¡De putísima madre!!  Me aterrorizaba la idea de que el deprimente piano bar fuese la única opción nocturna.  Le agradecí la información y le aseguré que allí iría en cuanto metiera en la cama a las niñas.

La disco constaba de una pista rodeada por varias mesas y cómodos sillones bajo la penumbra, una cabina con un dj de pacotilla que lo único que hacía era enlazar canciones y una barra de cinco metros que delimitaba la frontera entre los que estábamos allí para divertirnos y los que lo hacían para trabajar, los ricos y los pobres, los europeos y los latinoamericanos, los blancos y los negros…  Yo me confieso una amante de la barra de bar: ahí se cuece todo.  El resto de clientes van y vienen a ambos lados, pudiendo entablar infinitas conversaciones a lo largo de la noche.  También tienes la opción de charlar con el dueño o empleados, enterarte de lo que consume el resto, de quién debe dinero, de lo que sucede en la cocina y, además, desde esa posición privilegiada controlas el resto del local, como un vigilante en la torre de un castillo.  Para los que salimos solos, es el punto ideal.  Si te sientas en una mesa sin compañía, parece que llamas a los buitres.  Si aceptas la invitación de otros a compartir la suya, firmas un contrato de permanencia y limitas tus relaciones a los que están contigo.  En la barra eres libre de hablar con quien quieras cuando te apetezca, sin compromisos ni ataduras, o de centrarte en la bebida y dejarte llevar por esa extraña y embriagadora sensación de soledad que sólo se consigue estando rodeado de bullicio.

Elegí un taburete, me subí, saqué la tarjeta y pedí lo de siempre.  Tres camareros manejaban el cotarro: un cubano alto, negro y delgado, ni feo ni guapo; un costarricense de estatura media, piel tostada y complexión fuerte, aunque no demasiado definido; una mulata brasileña, flaquita y con rasgos angulosos.  Tomé un fernet, tomé otro.  Los empleados masculinos no parecían interesados a pesar de mi sutil pero evidente predisposición.  Tenía sentido.  Al fin y al cabo, eran “los chicos de la disco”, tendrían todas las mujeres que quisieran.  Tomé otro.  La música era una mierda, todos los éxitos de los tres últimos veranos.  Ni una bachatita, ni una salsa.  Aunque, bueno, ¿con quién iba a bailarla?  ¿Con los tiesos esos que brincaban arrítmicamente y a un metro de distancia unos de otros?  A mí lo que me gusta es que me restrieguen la cebolleta, sentir el vapor caliente emergiendo de mi compañero de baile, oler su sudor…  Fui a mear.  Bebí agua del grifo (es una técnica que tengo para que el alcohol me pegue menos).  “Joder, qué capulla, si puedo pedir un vaso de agua”.  Volví a ocupar mi asiento, pedí otro y sentí que alguien apoyaba su mano en mi cintura.  Me giré molesta, no tanto porque me sobaran sino por la idea de tener que sacarme de encima a algún blancucho atontado.  Nada que ver.  Era M., la camarera rubita. 

-¿Te aburres?
-Qué va, estoy manteniendo una interesantísima discusión con la bebida.
-Jajaja.  ¿Es que no conociste a ningún chico?-.  Creo que la miraba fijamente.  Era guapa, tenía la cara regordeta y blanca, pero no descolorida.  Aunque no me atraen los ojos azules, los suyos eran bonitos, le brillaban, y el pelo también, las luces intermitentes se lo salpicaban con destellos…  Seguimos conversando y, aunque no recuerdo sobre qué, lo imagino.  La descripción medio cursi que acabo de hacer de su rostro contrastaba con el aspecto masculino que le otorgaba el uniforme.  No estaba gorda, pero sí era ancha y sus gestos más la forma en la que me rozaba, ahora el muslo, ahora un brazo, ahora la espalda, me hicieron atar cabos. 
-¿Besaste alguna vez a una chica?- me preguntó.  Joder, sólo de recordarlo ya me estoy calentando, jajajaja.
-Sí.  Besar y otras cosas…- insinué, acercando cada vez más mi cara a la suya.  Pobre, seguro que la estaba matando con mi olor a escabio (alcohol, en Argentina).  No mentía, había tenido encuentros sexuales con varias féminas pero siempre en tríos, intercambios y cosas por el estilo, nunca a solas.  A mí me gustan también las mujeres.  De hecho, cuando veo porno para desahogarme (sí, tengo veintinueve y me mato a pajas, más que con quince, ¿y qué?), siempre busco vídeos de tías lamiéndose como sólo nosotras sabemos hacerlo.  Así me aseguro dos o tres corridas que me den un par de días de tregua en mi jodido constante estado de excitación.  Sin embargo, hacía tiempo que me apetecía un encuentro lésbico, íntimo y apasionado.  Su mano derecha reposaba ahora en mi muslo, disimuladamente, escondida entre su pierna izquierda y el pie de la barra.  Yo ya no me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor, me importaban una mierda la música, la gente, los camareros (que seguro que se estaban quedando con toda la movida)…
-No puedo estar aquí porque mi turno ya acabó y si me ve algún superior me penalizan.  ¿Vamos al baño?
-Dale.
-Vete tú primero y yo te sigo.

Acaté sus instrucciones.  Me levanté y caí en que estaba bastante borracha.  Al llegar a los lavabos saludé a un chico, hindú o paquistaní tal vez, que limpiaba el de hombres.  Entré, me miré al espejo, me lavé la cara y me enjuagué la boca.  ¡¡Mierda!!  Por fin iba a enrollarme con una auténtica lesbiana (y no las típicas que lo hacen por complacer a sus parejas) y llevaba un reverendo pedo.  Tomé agua para intentar hidratarme un poco.  A través del espejo la vi colocar uno de los carteles de “Limpieza.  No pasar” y cerrar la puerta del baño con pestillo.

-El chico que limpia es amigo mío- me dijo acercándose y acorralándome contra los lavabos.  Yo estaba un poco nerviosa.  O eso creo.  Éramos del mismo tamaño.  Me besó.  Mmm…  Tenía los labios suaves, carnosos y mojaditos.  Qué rico.  Me gustaba.  Se me escapó un gemido.  Así soy yo, expresiva.  Me acariciaba los hombros, los brazos, las caderas…  Subió a las tetas.  Me metía la lengua hasta el fondo.  Brrr…  Joder.  Si besaba así no quería imaginarme lo que haría en otro sitio.  Yo no sabía por donde meter las manos, entre la borrachera y la complejidad de su atuendo no encontraba un trozo de piel.  Tiré de su camisa hacia arriba, sacándola del pantalón, y le colé las manos por debajo.  Estaba caliente, blandita y suave.  Me besó más fuerte, me metió la lengua más adentro y yo me excité más.  Me sacó una teta por el escote, la besó, la lamió, se la pasó por la cara…  Sacó la otra, las lamía, las mordisqueaba, disfrutaba, madre mía…  A mí se me aceleraba la respiración y la apretaba contra mí, clavando suavemente mis dedos en su espalda.  Volvió a besarme y llevó sus manos a mi culo.  Me separó las piernas con la suya y empezó a rozarme, moviéndose, moviéndome.  Subió lo corto de mi vestido.

-Mmm…  No llevas braguitas, qué cochina- me susurró en la oreja, metiéndome luego la lengua.  Por dios, cómo me pone la gente morbosa.  No hay nada más placentero que ver al otro disfrutar; al menos, no para mí.  Su  savoir-faire era el resultado de la combinación perfecta de alguien a quien le gusta lo que hace y que, además, sabe perfectamente lo que tiene entre manos.  No tenía prisa, acariciaba mis muslos, mi vientre, mi pubis, mis labios…  Suavemente, sin brusquedades.  Con la mano izquierda me arañaba la espalda.  Y me besaba.  Joder, esta tía era una máquina.  Me hacía sentir torpe e inexperta, algo que había olvidado hacía mucho a golpe de rodajes porno, orgías, una generosa colección de amantes y algún que otro cliente…  Volvió a lamerme los pechos y se arrodilló.  Me acariciaba las dos piernas con su cara apoyada en mi barriga, oliéndome, lamiéndome.  Yo me sujetaba al mármol y miraba hacia abajo, flipando.  Pasó sus manos por la cara interna de mis muslos y lamió mis hinchadísimos labios, despaciiiiiiiiiiiiiiiiito, hacia arriba, terminando en un leve mordisco, provocándome una mezcla de cosquillas y descarga eléctrica.  Joder…  Volvió a bajar, se coló entre los labios con la lengua, como si nada.  Esa lengüita suave y mojada.  Cogí instintivamente su cabeza con mi mano derecha, guiándola hacia donde me gustaba.

-Uh, así, así…  Qué rico…- jadeé, mordiéndome el labio inferior.  Alzó la mirada y, al ver la cara que debía estar poniendo, aumentó el ritmo y la intensidad mientras emitía unos extraños sonidos guturales.  Tenía toda su lengua dentro de mí.  Esa sensación es increíble.  Mira que a mí me vuelve loca sentirme ensartada por un enorme y duro rabo.  Sin embargo, una lengua bien llevada, de esas que se escurren por todos los rincones…  Buf, eso puede arrancarle el placer a cualquiera aunque no quiera.  Bueno, a cualquiera ¡MENOS A UNA BORRACHA QUE PARECE MENTIRA QUE A ESTAS ALTURAS NO HAYA APRENDIDO QUE CUANDO BEBE MUCHO SE DESHIDRATA Y NO CONSIGUE CORRERSE!  Sí, esa es la menda…  Ahí estaba yo: viviendo la situación que tanto había deseado, con una de las mejores lamedoras que jamás conocí, arrodillada entre mis piernas, esmerándose, devorándome, succionándome como si quisiera sacarme al diablo con la boca y no iba a poder correrme y agradecerle su abnegación con mis jugos y convulsiones.  Pero esto ella no lo sabía.  Ahí seguía, perseveraba con su lengua y sus labios…  Había colocado el índice y el corazón de su mano derecha dentro de mí, consiguiendo una estimulación total, o eso pensaba.  Eso pensaba hasta que consiguió que mi culo le pidiera el anular…  Madre mía, con todos los agujeros tapados, la lengua sin parar y la otra mano apretándome las carnes, esa mujer me iba a matar…  Yo jadeaba, gemía, me movía, me quejaba, me desesperaba de gusto.

Y llamaron a la puerta.  M. no se detuvo, pero al ver que insistían, paró.  Se incorporó y me pidió que pasara a uno de los baños.  Abrió la puerta y mantuvo una breve conversación con alguien.
-Me tengo que ir, esos cabrones le dijeron a mi jefe que estoy por aquí.
-Bueno, lo siento.
Me besó y desapareció.  Yo me quedé desorientada.  Hice pis y me limpié un poco el kilombo de babas y flujo que tenía entre las piernas.  Miré el reloj.  Eran las tres.  Bebí agua del grifo y me fui a dormir.

Continuará...

jueves, 29 de noviembre de 2012

VACACIONES EN EL MAR: EL AUTÉNTICO "TODO INCLUIDO" (II)

 Capítulo I.

Y llegó el ansiado momento.  A.P. había venido unos días antes desde Tenerife para conocer Barcelona.  La hice recorrer todo lo humanamente posible para una señora de su edad, rodilla protésica y elegante bastón.  Porrrr diosssssss, ¡¡¡nunca imaginé que se pudiera invertir tanto tiempo en ir de la Plaza de Cataluña a Colón!!!  Por su parte, A.M., residente en Madrid, aprovechó para estar con su hijo en Mataró.  Cuando nos encontramos en El Prat, ellas se sentaron a charlar muy animadas y emocionadas, como dos adolescentes en viaje de fin de curso, y a la menda le tocó hacer cola para facturar.  Puse mi pequeño bolso de viaje y sus quinientas maletas en un carrito y guardé mi turno.  Como ese mostrador era exclusivo para los pasajeros del crucero, me dediqué a estudiar al personal y el golpe de realidad fue duro cual rabo de negro encocado (si la frula es buena, claro).  No había fallado en mis predicciones: empalagosos recién casados, familias numerosas, matrimonios de avanzada edad con sus apáticos hijos único adolescentes, grupos de jubilados…  “Bueeeeeeeno, me tomaré estos ocho días como un retiro alcoholizante porque, compartiendo camarote con las dos viejis, no voy a poder hacerme ni una mísera paja de buenas noches”.
-Siguiente, por favor- me llamó la azafata.
-Hola, buenos días- respondí mientras iba subiendo a la cinta toooooooodos los bultos.  -¿Sólo los “deneises” o necesita también los pasaportes?-.  La monga no entendió el chiste y no dijo nada.  Lo interpreté como sólo “deneises”.  -Quería saber si es posible pedir dos sillas de ruedas para mis abuelas.
-No hay problema, ahora mismo te las pido.

A los pocos minutos aparecieron dos chicos uniformados (pantalón canelo y camisa y chaleco amarillos) portando sus respectivas sillas.
-Yo puedo llevar a una, así que no hace falta que se queden los dos-, comenté.  Las viejis no tenían muy claro lo de la silla, sobre todo A.M.; imagino que a nadie le gusta aceptar que necesita ese tipo de “servicios”.  Pero yo le quité hierro al asunto en un santiamén: coloqué las dos sillas juntas, las ayudé a subirse, les puse los pies en los reposadores, le di la cámara de fotos al empleado que se había quedado y me puse entre ellas para tomar la primera instantánea del viaje, jajajajaja.  Las doñas se cagaban de la risa y posaban elegantes para el improvisado fotógrafo.  El chico era colombiano (lo averigüé por su acento, claro está) y muy agradable.  A mí me encanta bromear con los trabajadores en cualquier sitio al que voy porque sé lo gilipollas que puede llegar a ser la gente cuando tratas con el público.  Incluso le propuse echar una carrera empujando los “paquetes”, pero A.P. creyó que iba en serio y, asustada, me echó la bronca, jijijij.  Recorrimos el aeropuerto por lugares no permitidos para la mayoría de pasajeros, nos saltamos todas las colas para pasar la seguridad y nos beneficiamos de un largo etcétera de privilegios.
Una vez en el avión encajé a mis dos bolitas en sus asientos, me aseguré de que llevaran a mano todo lo que necesitaban y de que hubiesen hecho pis, les abroché los cinturones y, antes de que hubiéramos despegado, ambas abrieron sus bolsos e hicieron gala de sus tópicas virtudes como abuelas: A.M. empezó a darme pequeños bocadillos de salchichón y chorizo y A.P. me atosigaba con una inmensa bolsa de frutos secos.  “¿Por qué coño me habré sentado en el centro?”, pensé comiendo bocadillo con pistachos, “brrrrrr”.  Lo siguiente: tres horas y pico de avión, un buen rato en el aeropuerto de Atenas y otros sesenta minutos de guagua donde una amable chica nos explicaba los pasos a seguir para registrarnos en el barco y enumeraba las maravillosas -y carísimas, eso no lo dijo- excursiones que podíamos contratar a bordo para “aprovechar” las paradas en los distintos puertos.  Por lo visto, nada más llegar te hacían una tarjeta de identificación con una banda magnética que, al pasarla por un lector, mostraba tu foto y datos en un monitor.  Ese proceso era obligatorio cada vez que subieras y bajaras, por seguridad y control.  Chiquito mal rollo, con lo paranoica que soy yo…

Finalmente, después de tantísimas vueltas, llegamos al camarote.  Al contratar el viaje había optado por uno de los más baratos; esto es, sin ventana (y una mieeeeeerda voy a pagar doscientos euros más por cabeza por un ojo de buey al que no le voy a hacer ni puto caso porque no pienso pisar ese lugar sino para dormir).  Pero como el barco no se había llenado, nos dieron uno de categoría superior; o sea, con ojo de buey, jajaja.  La estancia era pequeña y bonita.  Enmoquetada, disponía de dos comodísimas camas individuales y una litera con una escalerita de quita y pon.  Cotilleamos, impresionables, por aquí y por allá.  Todos los muebles estaban sujetos, las puertas y los cajones tenían imanes para que permanecieran abiertas o cerrados respectivamente, había una pequeña tele, un amplio armario, caja fuerte…  Coloqué las maletas de las viejis en lugares que fueran fácilmente accesibles para ellas y mi triste bolso en un rincón cualquiera (negro y cutre, lo había rescatado de la calle un par de años atrás y dado una nueva oportunidad en la vida: ya había estado en un festival jebi en Zaragoza, en Mallorca y en Argentina, ¡toma ya!).  Sobre la cama más cercana a la puerta encontramos un programa con las actividades a bordo para el día siguiente, la excurisión al Partenón, la hora de salida del barco y todo tipo de información de interés.  Las doñas se pusieron elegantes para cenar y yo me dejé la misma ropa: shorcito brasileño “levantacola”, camisa de asillas y cholas.  Tampoco es que hubiera traído mucho más…

Cuando dimos con el restaurante que nos habían asignado para las cenas (había tres en total, el resto de comidas podías hacerlas tantas veces como quisieras y en donde te apeteciese) varios grupos de pasajeros se aglomeraban en la entrada para saber qué mesa les correspondía.  El metre era un señor chileno muy educado y amable.
-Buenas noches, señorita- saludó a mis tetas. -Número de camarote, por favor.
-Buenas noches, caballero- saludé sacando pecho.  -El número es el quinientos setenta y tres.  Verá, estoy de viaje con mis dos abuelas…
-Buenas noches, señoras- interrumpió elegantemente dirigiéndose a ellas.
-… y nos han colocado en el turno de ocho a diez.  Yo había solicitado el turno de diez a doce porque como ellas son mayores y no pueden ir a la carrera, es más cómodo.  Quería saber si habría posibilidad de cambiarnos- le supliqué desplegando todos mis encantos.
-Pero cómo no, señorita.  Faltaría más.  ¿Cuál es su nombre?
-Thais.
-Bien, Thais.  Le prometo que mañana mismo tiene hecho el cambio.  Ahora, si son tan amables de acompañar a este joven, él les indicará dónde sentarse.  Que aprovechen.
-Muchas gracias, F.- respondí tras leer el nombre que indicaba su plaquita identificativa.

Seguimos al camarero, subimos unos cuantos escalones y, de repente, fue como entrar en el cielo: aparecimos en un enorme salón con dos niveles, mesas decoradas con gusto, cubertería, cristalería, floreros, música ambiental, el delicioso olor de los manjares…  Imagino que eso sería en lo que estarían fijándose mis abuelas, yo sólo veía DECENAS DE CAMAREROS JÓVENES, BUENORROS, AMABLES Y LATINOAMERICANOS TODOS PARA MÍ.  “¡¡¡¿¿¿PERO ESTO QUÉ ESSSSSS???!!!”, pensé, “¿me habré muerto y estoy en el cielo de las pervertidas?  Ya entiendo lo que sintió la ardillita de Ice Age cuando muere y encuentra la bellota gigante de oro”.  Mi cara se iluminó, los colmillos se me afilaron, mi corazón se aceleró, mi chocho se puso a aplaudir y acabé por provocar una explosión de feromonas al más puro estilo de Bola de Dragón.  Por suerte, mis abuelas eran inmunes a este tipo de ataque.  No así los camareros, que muy amablemente se acercaban para recibirnos, saludarnos, servirnos y -al menos yo lo imploraba con todas mis fuerzas- también satisfacer nuestras necesidades sexuales.  Bueno, las mías.  No creo que mis abus estuvieran interesadas en esos menesteres.
-Buenas noches, señoras.  Mi nombre es N. y seré su camarero de las cenas.  Aquí tienen las cartas.  ¿Qué desean tomar?
-Hola N.- respondió el putón que llevo dentro, -¿podría ser vino tinto?
-Claro que sí- me sonrió.  -¿Y para las señoras…?

Disfrutamos de la cena, las abus se hincharon y yo me jalé cuatro copichuelas de tintorro, como quien no quiere la cosa.  Al salir me despedí del metre y, aunque él estaba ocupado arreglando cosas en su ordenador, al escucharme se nos acercó, se interesó por saber qué nos había parecido la cena, nos deseó las buenas noches y estoy segurísima de que me miró el culo hasta que desaparecí de su campo de visión.  Subimos al piano bar, nos acomodamos en tres sillones y les pasé la carta de bebidas.  Las viejis estaban gozando de lo lindo.  A.M. pidió una copa de Baileys y A.P. se puso a cotillear los cócteles sin alcohol.
-Yo quiero un Jurazi Park, er verde-.  Jajajajajaja, es la mejor.
Como la camarera parecía muy liada y yo deseaba conocer a los chicos que trabajaban ahí, me fui a la barra directamente.  Mmmmmmm, ¡por la virgen!, ¿pero qué era esto?  Yo que había dado por perdida mi estimulación genital durante las vacaciones y ahora me encontraba rodeada de bombones para meterme en la boca y paladear intensamente hasta sacarles el relleno de leche.  Me fijé en la identificación del camarero que estaba atendiendo para dirigirme a él por su nombre.  En realidad, eso de las identificaciones me pareció algo de lo más racista, xenófobo o como quieran decirlo.  Cada uno de los empleados cara al público del barco llevaba en su uniforme una plaquita con su nombre y primer apellido, nacionalidad y bandera.  ¿Qué coño le importa al cliente la nacionalidad del trabajador?  El que tenga prejuicios los va a ver potenciados y, al que no los tenga pero sí la tendencia a crearlos, se le estará dando la oportunidad de inventarse nuevos tópicos nacionales basándose en la actuación de una sola persona.  AS-QUE-RO-SO.  En cualquier caso, para mí, como antropóloga sexual, esto era una ventaja y un incentivo: tendría más datos a la hora de elaborar mis estadísticas y podría dirigirme a individuos concretos en el caso de estar buscando, por ejemplo, que me hicieran una buena chupada (colombianos), que tuvieran un magnífico juego de caderas (brasileños) o, si llegara a sentirme muy exquisita -y no me hubiera visto afectada por las gastroenteritis que me atacan cada vez que viajo a otro país y como de los puestos de la calle-, que me metieran toda la lengua bien adennnntro del culo (argentinos y uruguayos).  Para colmo, como si no estuviera ya lo suficientemente exaltada, dirigí la mirada hacia la vitrina de los licores y allí estaba, bajo una bombillita como una aparción evangélica, enterita y precintada, esperándome fiel, una reluciente y prometedora botella de Fernet Branca.  Esto no podía estar yendo mejor…
-Buenas noches, L.  ¿Me puedes dar un Baileys, un Jurassic Park y un fernet con cocacola, por favor?
-Treinta y dos euros- me disparó al entregarme las copas, tanto que ni pude deleitarme con su acento salvadoreño.
-¿Cómo?  Yo tengo todo incluido.
-Ah, bueno, entonces me tiene que enseñar la tarjeta.
-Ah, ¡qué susto!  ¡Gracias!-.  Se la mostré y me despedí.

Nos tomamos las copichuelas, felices pero reventadas.  No podíamos más y decidimos acostarnos.  Sin embargo, yo no estaba tan convencida de irme a la cama a la una.  Aunque no podía con mi alma, el alcohol, los estímulos visuales y mis ganas de fiesta fueron suficientes motivos como para dejar a las niñas en la cama en la cama y aventurarme a dar una vuelta por ahí.  Y así lo hice: las acompañé al camarote, las ayudé a ponerse los camisones (jijiji, qué graciosas) y volví a salir.  Al regresar al bar ya habían cerrado, así que me fui a pasear por las cubiertas.  Estaba bastante contentilla y flipé al darme cuenta de que no había nadie más.  Caminé de un lado para otro y llegué a la popa, donde se encontraba la piscina.  Allí me quedé un rato con la cabeza dando vueltas, sintiendo la brisa del mar y disfrutando de una Atenas iluminada (el puerto y poco más, no crean que tenía una vista de puta madre, y menos teniendo en cuenta mi nivel de alcohol en sangre y mi jodida miopía).
-Buenas noches- una voz alteró desde atrás mi momento de plenitud.  Me giré y vi a un chico (que luego resultó no ser tan joven) que se me acercaba.  Iba doblando una tela grande y llevaba una camisa con un estampado de floripondios tan hortera que imaginé que sería camarero.  Al estar ya a mi lado, lo confirmé con su plaquita, aunque preferí mirarle el pecho infladísimo que se veía a través de los botones abiertos.  -¿Está sola?
-Sí.  Aquí, mirando el mar un rato.
-¿Y vino sola al viaje?
-No, con mis abuelas; pero ya las metí en la cama.
-¿Con sus dos abuelas?- se sorprendió y rió.  -¿Y qué va a hacer ahora?  Bueno, mi nombre es P. y soy camarero del bar de la otra cubierta.  ¿Y usted?
-Thais- respondí, sujetándome un poco nerviosa a la barandilla.  -Eres colombiano, ¿verdad?
-Sí- respondió señalándose la chapa.
-Bueno, lo supuse por tu acento.  He tenido muchos amantes colombianos…-.  ¡Hala!  Así, sin más, que ya nos conocemos lo suficiente…  Ahí estaba saliendo ese monstruo insaciable que vive dentro de mí.  Charlamos unos minutos más, tirándonos los tejos mutua pero moderadamente y, de repente, nos interrumpieron.
-¡P!- gritó otra voz, ahora femenina, desde lejos.
-¡Aquí!
Se acercó una chica de mi altura, complexión ancha, ojos claros y pelo entre rubio con reflejos rojos, o eso me pareció.  Llevaba otro uniforme diferente, con pantalón negro, blusa blanca y chaleco negro también.  Me miró de la cabeza a los pies, sonriendo.
-Hola, soy M.- me saludó con suave acento brasileño y luego se dirigió al pecho fuerte.  -P., están preguntando por ti.
-Nos tenemos que ir porque nosotros no podemos estar aquí.  Dentro de un rato vamos a salir de fiesta, ¿quiere venir?- me invitó P.
-¿Bajar del barco?  ¿Se puede?
-Claro que sí, mientras el barco está en puerto los pasajeros pueden salir.
Me vi tentada pero me saltó la alarma.  No es que no me fiara de ellos; aunque no los conociera, los de seguridad nos verían salir juntos, así que eso no me preocupaba.  Pero no les había dicho nada a las viejis y no quería asustarlas.  Además, no conocía la ciudad y tampoco podía gastar más dinero.  Así que les dije que mejor en otra ocasión, pues debía madrugar al día siguiente.  Nos despedimos, respiré profundamente a sabiendas de haber perdido la oportunidad sexual del día, di otro paseíto y me fui directa al camarote.  Al abrir la puerta me recibieron con un dueto de viento desincronizado que asustaba.  ¡¡Qué manera de roncar, las cabronas!! Eché un chorrito, me quedé en tanga, me subí a la litera y me dormí en seguida.

Continuará…

viernes, 12 de octubre de 2012

VACACIONES EN EL MAR: EL AUTÉNTICO "TODO INCLUIDO" (INTRODUCCIÓN)

¿Conocen ese maravilloso y brevísimo estado de euforia, positivismo y amor pleno que provoca el inicio de la borrachera?  Ese que precede a la nostalgia, la tristeza, el llanto, el rencor, la violencia, los mensajes de texto inoportunos a tus exparejas y la pérdida total de dignidad y de control sobre tu cuerpo (especialmente del ano, la vejiga y el cardias).  Pues un día cualquiera de junio del año pasado, a una hora de lo más decente, me encontraba tomando unas claritas en mi antro de perdición dominicano, feliz de la vida, disfrutando de mi maravilloso y brevísimo estado de euforia, positivismo y amor pleno.  En eso, que suena el móvil.
-¡Hola N.!- saludé por su nombre a mi abuela materna (en lo sucesivo, A.M.), costumbres de la familia.
-Jijiji- rió, como siempre hace cuando le respondo al teléfono con mi voz de pito. -A ver, ¿cómo estás, bonita mía?  
-Bien, bien, todo tranqui, charlando con unos amigos y tomándome unas claritas.
-Jijiji, pero qué bien vives.  Bueno, ¿todo bien, necesitas algo?
-Sí, sí, todo bien por suerte, gracias.  No necesito nada.
-Bueno, tú sabes que cuando necesites cualquier cosa, llamas a tu abuela, que eso queda entre tú y yo.  Y si te quieres venir a Madrid como otras veces, ya sabes que ésta es tu casa.
-Gracias N., te quiero. ¿Sabes qué?  ¿Te acuerdas de ese crucero que siempre quisiste hacer?  ¿Al que prometí llevarte hace tiempo, en cuanto pudiera?  Pues creo que éste es el momento: ahora o nunca.
-¿Sí?- feliz mas cautelosa, advirtiendo en mi forma de arrastrar las palabras que ya iba bebida.
-Que sí, que sí.
-Bueno, tú sabes que yo tengo una huchita.  Lo dejo todo en tus manos.

Unos días más tarde, cuando recordé y fui sobriamente consciente de lo que había hecho, comprendí que no podía echarme atrás.  "Joderrrrrrr, ¿qué coño hago ahora?  Si no tengo un puto duro".  Y como yo soy así de feliz y despreocupada, en lugar de ponerme a buscar algún trapicheo para juntar dinero y evitar gastarme lo poco que tenía, me fui al bar a tomarme unas cañitas para entrar de nuevo en ese maravilloso estado que te promete que todo va a salir bien.  Y vuelve a sonar el móvil.
-¡Hola abuela!-, así llamo a mi abuela paterna (en lo sucesivo, A.P.). 
-¡Hola, prezioza!- considero imprescindible transcribir su acento andaluz, me encanta. -¿Qué haze?
-Naaaaaaaaaada.  Aquí, tomándome unas cervecitas.  ¿Tú qué tal?  
-Ozú, mu mal.  ¿No zabe que este año tampoco vamos a tener pizina?  No no la han arreglao a tiempo y na, zin pizina no vamo a ir al apartamento.  A quedarme aquí encerrá to el verano, muertita de caló.
-Oye, ¿te gustaría ir a un crucero conmigo y con N.?  Yo le había prometido hace tiempo que iríamos juntas pero, como a ti no te gusta mucho viajar, no te había dicho nada.  
-¿Un cruzero?  ¿En un barco grande?  Bueno, yo .  A mí no me da mieo.

Y así es como, sin comérmelo ni bebérmelo (bueno, en realidad fue por bebérmelo todo, asco de borracha), me comprometí a llevarme a mis dos abuelas octogenarias de crucero.  La noticia corrió como reguero de pólvora y mis padres y tíos fueron llamándome para  preguntarme si estaba segura, decirme que era una bendita o, directamente, que estaba como una polla en vinagre (fatal de la cabeza, vamos).   Y yo lo único que hacía era devanarme los sesos para ver cómo amasar unos euros, mientras me tomaba unas claritas a ritmo de bachata en mi antro de perdición dominicano.  

Un par de días más tarde me dirigí a una agencia de viajes que había al lado de casa, en el Paralelo.  Crucé la nueva Plaza del Molino (remodelada tras la horrible transformación y reapertura del teatro) que bien se encarga la policía de despejar los días de función, cambiando a los vecinos del barrio (gitanos rumanos, adolescentes latinoamericanos, tercera edad, paquistaníes, artistas, travestis, prostitutas, ladrones y borrachos como yo) por colas de pijos engalanados que no sé a dónde coño se creen que van.  De jueves a domingo, olvídate de comerte un cacho de pizza de Pizzería La Torre (recomendadísima) y tomarte una birra en un banco, que "eso da mala imagen".  Pues eso, que me fui a la agencia de viajes.  Yo soy una aventurera, siempre compro los pasajes en el último momento y por internet; lo demás, ya viene solo.  Pero viajando con dos señoras tan mayores, más valía prevenir.  La verdad es que no tenía ni idea de en qué consistía un crucero exactamente, nunca había estado en uno y ni siquiera me llamaban mucho la atención.  Demasiada elegancia y pijerío, jajajaja, a mí me gusta dormir en la naturaleza o en hostalitos cutres.  Le comenté a la chica lo que buscaba, me sacó un par de catálogos y me habló de los trayectos, las tarifas y las ventajas de cada uno.  Me decidí por un recorrido por varias Islas Griegas, Dubrovnik y Venecia, a principios de septiembre -que es más barato y el barco va más vacío- y, por sólo cien euros más, con TOOOOOOOOOOOODAS LAS BEBIDAS INCLUIDAS (y teniendo en cuenta lo caras que son las bebidas a bordo, los cien euros los amortizas en la primera comida, jijijiji).

-Bueno, al menos tengo ocho días y siete noches para beber lo que me de la gana- le dije a E., el camarero del bar.
-Pero Ruuuuubia, tú ahí vas a singar como loca, jajajajaja- respondió mientras me abría una Presidente vestida de novia (así le dicen los dominicanos a la cerveza tan fría que sale con capita blanca por encima).
-No sé, no creo.  A los cruceros suelen ir recién casados, jubilados y familias.  Y todos españoles, jajajaja.  Intentaré que se pasen los días lo más rápido posible para volver aquí, con mis negritos ricos.  Ponme La Avispa, anda, que la voy a bailar con F.


Continuará... 













lunes, 24 de septiembre de 2012

EL TRIPI, LA RUSA Y EL PIE DE LA RUSA

A Clío.


La historia que me dispongo a contar trata sobre una de las situaciones más morbosas que me han sucedido...

Supongo que he normalizado tanto el sexo en mi vida que a veces olvido que, en el placer humano, el cerebro es, posiblemente, más importante que cualquier otro órgano interviniente.  Las fantasías, el erotismo, lo que no se ve pero se intuye, ser consciente de lo que se está haciendo o imaginar lo que va a suceder son estimulantes más potentes que el mejor fármaco; así mismo, el estrés, la hipócrita moral religiosa, la baja autoestima y cualquier otro problema o preocupación pueden provocarnos todo tipo de disfunciones y sumirnos en la más horrible impotencia sexual.  Por eso, como para mí es normal -y preferible- el sexo con dos hombres que con uno, considero un revolcón la forma lógica de terminar una noche de fiesta, no necesito saber el nombre de un tío que me calienta para acostarme con él y nunca dejo de chupar una polla que a continuación pienso meterme, en ocasiones se me pasa disfrutar de cosas tan sencillas como un intercambio de miradas en el súper (sin tener que ir a pedirle el teléfono) o un buen beso (sin la necesidad de acabar con la boca llena de leche) -pero qué desperdicio, jajaja-.

En aquella época vivía yo en La Barceloneta, antiguo barrio pesquero de Barcelona que guardo en mi memoria con mucho cariño.  Tiempo atrás había entablado amistad con L., un bombonazo argentino que resultó ser yo, pero sin tetas y con polla.  Desde el día que nos conocimos follábamos como locos, aquí y allá, bebíamos hasta perder el sentido, deambulábamos los fines de semana por la ciudad -causando problemas alguna que otra vez-...  Nos contábamos nuestras aventuras, nuestros garches (así se refería a nuestros ligues sexuales), extrañábamos juntos a nuestras familias y amigos (él también estaba solo)...  Ninguno de los dos dábamos importancia a cosas superficiales como la estética o las pertenencias y, si la fiesta se prolongaba o se trasladaba a cien kilómetros, no sufríamos por tirarnos dos días sin ducharnos o sin cambiarnos la ropa.  En definitiva, éramos como hermanos, pero al estilo Calígula.

Muchas mañanas de domingo me despertaba con un mensaje de texto (nunca tocaba al portero por si yo estaba acompañada), casi siempre pidiéndome asilo para descansar después de haber huído sigilosamente de la casa de alguna chica con la que hubiera pasado la noche.  Otras, me proponía un plan que solía incluir algún tipo de autoagresión física (alcohol, drogas, sexo, mar y sol, excursión... cualquiera de estas opciones, pero en exceso).  Pues eso, que sonó el móvil sobre las once y esto fue lo que leí: "Rubia, tengo una pepa, ¿vamos a flashear por ahí?  Estoy en la playa".  Pepa quiere decir tripi; flashear, flipar y la Rubia soy yo.  Me bautizó así la noche que nos conocimos, alegando que no se podía acordar del nombre de todas las tías con las que se acostaba. 
-Te entiendo, yo ni me acuerdo de la cara de un montón de pibes que me trinché, jajaja- respondí alegre porque, al fin, había dado con alguien que, no sólo no me juzbaba y me comprendía, sino que le pasaba lo mismo que a mí.  Y, desde entonces, "la Rubia" me quedé para L. y para muchísima otra gente que conocí después, si es que él era quien nos presentaba.

"Ok.  Tengo que vestirme.  Sube si quieres mear o comer algo".  Así lo hizo.  Se lavó los dientes utilizando el dedo a modo de cepillo, picamos pan con queso para preparar el estómago y abrimos dos cervezas.  Extrajo de la cartera un papel de fumar doblado, lo abrió y cogió un cartoncito muy pequeño.
-Sólo tengo media, pero con un cuarto para cada uno estará bien.  Lo dividió en dos, se metió en la boca el trozo que había resultado más grande (al fin y al cabo, él era mucho más alto y pesado que yo) y me dio mi parte.  Yo también me lo metí en la boca, lo humedecí y luego me lo coloqué dentro del párpado inferior del ojo derecho.  L. me explicó una vez que esa era la forma más yonki de consumir el tripi, pero a mí me resulta considerablemente más cómodo.  Si me lo dejo en la boca, al estilo tradicinal, entre la mejilla y la encía, corro el riesgo de tragármelo al beber cerveza.  Lo bueno de ponérmelo en el ojo es que puedo alargar el proceso de absorción; lo malo, que con la borrachera (lo que el pan -y su ingrediente básico, el trigo- es a la dieta meditérránea, lo es la cerveza -y su ingrediente básico, la cebada- a la mía: la tomo con todo) y el efecto del propio ácido, muchas veces me quedo dormida sin quitármelo y, al otro día, tengo el globo ocular rrrrrrrrrrressssssseco y con unos derrames que asusta.

-¿A dónde podemos ir?  A algún sitio loco...
-No sé...  ¿Al Parque Güel?- propuse mientras nos dirigíamos a la parada de metro.
-Uh, buenísimo.  Espero que no haya muchos turistas, como es domingo...

Cogimos la línea cuatro (la amarilla) y fuimos hasta la parada Paseo de Gracia; ahí, cambiamos a la línea tres (la verde) y seguimos hasta Vallcarca.  El día era ideal para flipar al aire libre: estaba despejado, la atmósfera limpia y la temperatura era suave.  En el parque se mezclaban los aromas, los colores, el canto de los pájaros, la brisa silbando entre los árboles...  Bueno, a lo mejor es sólo que el tripi estaba buenísimo, jajaja.  Íbamos mirando todo como dos niños chicos, quedándonos embobados con cada detalle, agachándonos para observar a las hormigas transportando alimento (aunque daban un poco de miedo con esa organización tan infalible), fijándonos en lo bien hechas que estaban las flores y sorprendidos por lo rara que era toda la gente que paseaba por allí -sí, definitivamente, el tripi estaba haciendo efecto, porque no podía ser coincidencia que todas las personas con cara Leslie Nielsen se hubieran puesto de acuerdo para ir ese día al Parque Güell, jajaja-.  Pasamos delante de una señora china que tocaba un instrumento de cuerda que no conocíamos.  Nos paramos para permitir que la música nos invadiera.  Cerré los ojos y lo demás vino solo: sentía los acordes rebotando en mi piel, penetrando mis oídos, colocándose en mi torrente sanguíneo para recorrer todo mi cuerpo.  Las melodías se hinchaban en colores en mi cerebro, colores que crecían y se encogían, que parpadeaban y danzaban.  El corazón había abandonado su ritmo natural para dejarse marcar por los nuevos sonidos.  Volví a abrir los ojos y vi cómo los dedos de la señora china se alargaban hasta llegar a mí, se pegaban en las partes descubiertas de mis brazos y mis muslos como electrodos y, al  empezar a mover las manos como una directora de orquesta, mi carne interpretó la pieza más hermosa que jamás había escuchado, o pensado, o sentido...

-Rubi...  ¡Che, Rubita!  ¿Estás flasheando?  Mirá que a la nachi no le cabe que la mirés así...- dijo L. dándome codazos.
-Joder, ¡capullo!  Era tan guay...  Y todo huele tan bien...  Seguro que la tierra sabe a vida-.  Sí, la verdad que ese tripi estaba muuuuuuuuuuuuy rico y yo estaba colgadísima, jajajaja.  L., al escuchar mis palabras, vio su oportunidad.  Bromista innato -o nato, que es lo mismo; curiosidades de la lengua-, había encontrado en mí un blanco perfecto (y no sólo para enlecharme).  Vivir y manejarme siempre sola me enseñó a desconfiar de cualquiera.  Sin embargo, una vez que entablo cierta amistad con alguien (o si existe relación de parentesco), mi cerebro rechaza automáticamente la opción de que se burlen o quieran aprovecharse de mí.  Y al observar que la flipada que llevaba multiplicaba mi credulidad por mil, no desaprovechó la coyuntura.
-Sabés que estas paredes de colores son de golosina, ¿no?-, no sé cómo el hijo de perra consigue hacerme siempre cosas así, sin reírse.  Desconfié, pero demasiado poco.  Bebí un trago de la birra, que ya estaba caliente, y pregunté:
-¿En serio?
-Sí, sí.  Dale, probalo.  Está buenísimo.
Yo sólo veía a Leslie Nielsen en el cuerpo de L. invitándome a probar de una inmensa golosina, ¡¡¡TODO UN PARQUE HECHO DE GOLOSINA!!!  Y, a pesar de que no soy muy dulcera, la tentación era superior a mis fuerzas.
-¿Seguro?  No te burlas de mí, ¿no?
-Dale, Rubita, ¿cuando me burlé yo de vos?  Probá, está bueníiiiiiiisima.

¡¡¡¡SIIIIIIIIIIIIIII, LO PROBEEEEEEEEEEEEE!!!!  ¡¡¡¡LAMI UNA PUTA PARED JEDIONDA DE AZULEJOS DEL PARQUE GÜELL!!!!  Y no, no me supo a golosina.  Cuán caprichosas son las drogas a la hora de administrar sus efectos: puedes estar rodeada por cientos de Leslies Nielsens, descubrir el plan secreto de las hormigas para conquistar el mundo y conseguir que una china saque música de ti como si fueras el instrumento más sofisticado, pero luego chupas una pared y no te sabe a nada especial.  Y L. no podía parar de reírse, reía, reía, se doblaba y seguía riéndose.  A mí me daba igual, la verdad, no entendía mucho, pero tenía la impresión de que algunas personas nos miraban.
-¡JAJAJAJAJAJA! ¡AY, RUBIA, QUÉ MONGA SOS!  Vámonos y te invito a otra birra, jajajaja.
-Que te den.  Una que esté fría.

A mí lo de chupar la pared me había abierto el apetito, así que pillamos unas latas y unos bocadillos que nos costaron un ojo de la cara (el del cuarto de tripi no, por ese nos tendrían que haber dado unos helados también).  Haber esperado a salir del parque para comprarlos no había servido de nada, todas las calles cercanas también aprovechan el tirón  y ponen precios para turistas, aunque el negocio sea una ventita de mierda con folios pegados en las ventanas anunciando sus productos ortográficamente incorrectos.  Subimos al metro y decidimos que, puestos a flipar, podíamos visitar también la Sagrada Familia.  Fuimos hasta Diagonal en la línea tres y ahí cambiamos a la línea cinco (la azul).  Dos paradas más y bajamos, pero no duramos mucho en la calle, hacía demasiado calor, estaba todo lleno de gente y era imposible conseguir un murito a la sombra para sentarse.

-Uf, ¿por qué no vamos al barrio y bajamos a la playa o algo?  Me estoy guisando.
-Sí, mejor, que ya estoy empezando a chivar- respondió L. oliéndose el sobaco.
Volvimos a la parada de metro y, al entrar, nos dimos cuenta de que estaba extrañamente vacía, para ser domingo y para ser esa hora.  Nos sentamos a esperar, miré el cartel que indica el tiempo que tarda en entrar el próximo metro y refunfuñé:
-¡Joder!  Faltan siete minutos.  Bueno, por lo menos se está fresquito.

Y entonces, pasó algo que, después de los años, sigo recordando como si hubiera sido ayer.  Aparecieron en el andén tres señoras rusas (sé que lo eran por la pequeña guía que consultaban).  De cuarenta y cinco para arriba, altas, elegantísimas, hermosas y sofocadas por el calor.  Se sentaron a unos metros de nosotros y una empezó a quejarse de que le dolían los pies (yo no entiendo ruso, pero ponía cara de dolor mientras se los tocaba, y si estaban recorriendo los sitios emblemáticos, no hay que ser muy listo para atar cabos).  No podía dejar de mirarla, era guapísima, con la piel blanca propia de su región y el rosado subido por las altas temperaturas.  Llevaba el pelo corto, teñido de rojo pero muy natural.  Ojos verdes...  Guapísima.  Vestía un traje de chaqueta blanco con finas rayas negras atravesándolo verticalmente.  Las gotas de sudor le brotaban de la cara, el cuello, el pecho...  Nosotros y ellas intercambiamos miradas y saludos de cortesía.
-Mirá las veteranas, qué lindas- dijo L. por lo bajini, mientras les sonreía.  Ellas nos hicieron gestos para indicarnos que estaban cansadísimas y aturdidas por el calor.  Dios, qué mujeres.  Y, de repente, la pelirroja lo hizo: cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, remangó la pernera, tiró de la cremallera que recorría la altísima caña de su bota negra y, con sumo cuidado, la sujetó por la punta con la mano izquierda y por el imposible tacón con la derecha para liberar, al fin, su mortificado pie, envuelto en una media, negra también, que se me antojó la prenda con más suerte del mundo.

¡¡¡DIOSSSSSSSSSSSSSS!!!  Sentí que me moría.  El aroma de su pie vino arrastrado por la corriente del túnel, tentó a mi nariz, rodeó mi cuello, acarició mis pechos y se deslizó hasta mis muslos, sorteando la minifalda vaquera, las bragas, y consiguiendo que me mojara en cuestión de segundos.  Me levanté.
-¿Qué hacés?
-Voy a darle un masaje.
-¿Qué?

Le indiqué mediante gestos que si me permitía masajearla.  Ellas flipaban, pero la pelirroja no se negó.  Clavé la rodilla izquierda en el suelo y dejé la otra pierna flexionada para poder acomodar ahí su pie.  Lo agarré suavemente.  Estaba caliente, muy caliente.  El contacto de la media negra con las yemas de mis dedos fue pura electricidad.  Los cinco estábamos callados, expectantes, el ambiente era tenso, pero no una tensión incómoda.  Mi minifalda se recogía hacia arriba y sé que se me veían las bragas, sé que ella las miraba, y también que me miraba a por encima del escote las tetas, apretadas por la postura de los brazos.  A través de las mínimas perforaciones de la tela de las medias se escapaba la esencia de su pie, un olor dulce y húmedo, olor a sexo.  Era fascinante.  Yo estaba hipnotizada, masajeándola, sin apartar la vista de sus perfectos dedos con las uñas pintadas de rojo.  Se relajó, acomodó la espalda en la pared, alzó la cabeza, cerró los ojos y empezó a emitir tímidos gemidos de placer.  BRRRRRRRRRRRRR, ME PUSE BERRACAAAAA.  Me daba igual que me estuvieran observando, acerqué un poco más mi cara, quería sentirlo cerca, quería saborear ese olor que me estaba enloqueciendo, quería lamerle el pie desde el talón hasta los dedos, metérmelo en la boca, mordisquearlo, pasármelo por la cara...  Quería desnudarla ahí mismo y descubrir su cuerpo de mujer madura, tibio, relajado, hermoso, experimentado...  Quería comérmela entera, chuparla, sorberla...

¡¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!!!!  "Mierda, el metro".  El puto metro me arrancó literalmente del paraíso.  Todos nos sobresaltamos, parecía que hubieran pasado horas.  Y ella parecía que había sentido todo lo que yo deseé, lucía satisfecha.  Se colocó la bota como avergonzada, como si supiera lo que había pasado entre ambas en mi cabeza, como si todos lo supieran.  Sé que entré, me senté y, cuando quise darme cuenta, se estaban bajando en la siguiente parada.  

No dejé de olerme las manos en todo el día, esperando en vano que volviera.  La verdad, sigo esperándola...